Hoy una hora, mañana dos

Estoy en el interior de una tienda de campaña.

—Baja un poco la tele amor, que ya es tarde —sugiere mi esposa.

Estamos echados sobre una cama de matrimonio, viendo algo en una televisión de no menos de cincuenta pulgadas. La tienda de campaña tiene forma cuadrada y es enorme: como una pequeña habitación.

—Voy un momento al baño —anuncio—. Enseguida vengo.

Al salir tropiezo con otra tienda de campaña. El camping está demasiado saturado. Es como una ciudad de tiendas de campaña. No debería ser así.

Camino en dirección a un baño comunitario. Hay bastante gente aún despierta y todos van sin mascarilla. ¡Joder! Yo también. Pensé que no habría nadie por ahí a estas horas.

Se escucha música.

Hay una verbena y la gente está gritando y saltando como loca. Echaba de menos la música, las fiestas, las multitudes, la locura… La mayoría de la gente está triste o de mal humor por llevar unos meses de confinamiento. Yo ya llevo casi dos años prácticamente confinado desde que decidí construir un futuro por el que poder caminar muy pronto.

Pero el virus…

¿Tan difícil es para los demás privarse temporalmente de las cosas que les gusta hacer? Ahora entiendo por qué casi nadie consigue nunca nada importante; ahora entiendo por qué tanta gente se queja de su vida, pero no hace nada por cambiarla: es que solo ven lo que tienen delante de los ojos; son incapaces de ver más allá.

Alguien me reconoce y me llama a gritos. Fui con él a clase en el instituto.

—¡El legendario Javier Busquets! —Exclama eufórico.

Yo me apeno un poco al darme cuenta de que no me acuerdo su nombre. Pero no es nada personal, es que soy pésimo para los nombres. Puedo recordar una esponja amarilla sucia y rota que vi en el suelo mientras un amigo del cole, hace casi treinta años, me contaba que la niña de nuestra clase de la que estaba enamorado se había fijado en mí; puedo recordar la involuntaria microreacción facial que me reveló, hace unos cuantos años, que mi mejor amigo estaba pasando un mal momento en aquel entonces, a pesar de su sonrisa y su aparente buen humor; pero suelo olvidarme de los nombres de la gente o de lo que he comido ayer mismo.

—¿Cómo vas con la novela? —Me pregunta.

—Bien. Deseando terminarla.

Me mira con admiración. Y no lo entiendo, si yo no soy nadie. Soy un escritor que no termina su primera novela. Soy un fraude.

Me abraza por sorpresa. ¡Mierda!

Pienso en en mi familia. Pienso si estará infectado. O si lo estará alguno de sus amigos con los que estaba pegando botes hace un momento. O cualquiera de los cientos de personas que hay aquí. ¿Quién ha contratado a la orquesta? ¿Cómo permiten esto?

—¡Eres muy grande, Javi! Ojalá tuviera los huevos que tienes tú y me atreviera a dejar mi trabajo. ¿Pero entonces de qué vivo?

Pienso en mi hija y en mi esposa y en mis padres. ¿Y si me he contagiado?

—Es que gano una puta mierda y yo no soy de ahorrar —se escusa mi amigo—. ¡No me privo de nada! ¡Yo vivo la vida al máximo! ¡Si me gusta algo, lo compro!

—Eso no es vivir al máximo —pienso.

—Me tengo que marchar —digo—. Me alegro de haberte visto.

—¡Algo épico! ¡La caña! ¡Yo te apoyo a muerte! ¡Resérvame un libro para mí!

Me siento abrumado. Siento felicidad, tristeza y una multitud de emociones sin nombre.

Una señora me grita desde la ventana de un edificio cercano.

—Mozo, ¿estás de visita? ¿Dónde vives ahora?

No tengo ni idea de quién es.

—Vivo aquí. Es solo que últimamente no salgo mucho.

—Claro. Ahora con eso del coronavirus no se puede salir mucho.

—No. Es que estoy muy ocupado. Demasiado trabajo.

—¿En qué trabajas?

—Soy escritor —respondo, con la boca pequeña.

Entonces me despierto.

Me encuentro en mi cama, solo. Mi esposa se fue al cuarto de al lado porque la niña estaba llorando. Bueno, no estoy solo. Leo (mi perro) está durmiendo como solo duerme quien no tiene problemas (o no les da el poder de condicionar toda su vida).

El sueño me ha dejado un extraño poso de tristeza.

Hace dos meses te conté en este blog mi situación actual. Lo puedes leer aquí, pero te lo resumo: aunque mi primera novela está muy avanzada, llevo desde comienzos del verano pasado sin escribir. No he hecho más que aplazar una y otra vez el momento de retomar la escritura. En ese artículo le puse una fecha concreta a mi vuelta: esa fecha es el lunes pasado. Pero, como siempre me pasa, surgieron imprevistos y retrasos y aquí me tienes, cuatro días después, faltando a mi promesa y aplazándolo otro poco más.

Trabajo todo el día en unos negocios online que estoy levantando de la nada y hago algunos trabajitos como freelance para sobrevivir y financiar mi negocio. Y la cosa va bien, empiezan a dar buenas señales y yo creo que van a funcionar, pero cuando digo que trabajo todo el día, es TODO el día. Me duermo cada noche a las cuatro o cinco de la madrugada y me levanto a las nueve o diez. Mi cuerpo no da más de sí. Ya no sé lo que es estar totalmente despierto, sin la sensación constante de que la vida me pesa. No hablo de un estado de ánimo, sino de algo puramente físico. Me duele la espalda, me duelen las rodillas. Me miro en el espejo y, pese a las ojeras y los pelos en la nariz, me veo joven, pero me siento un viejo al que le duele todo. Siempre he hecho deporte y ahora me paso el día sentado, aunque trabajando sin descanso. Mi cerebro está en forma, pero he descuidado mucho mi cuerpo y ¡vivo ahí dentro!

Ayer me dormí «pronto»: a eso de las dos de la madrugada. Ahora son las siete y veinte de la mañana y, aunque me siento absolutamente agotado, no logro volver a conciliar el sueño. No tengo jefes, soy libre, nadie me impone un horario ni compra mi tiempo… Lástima que sea un tirano hijo de puta conmigo mismo.

«Ya casi está».

«Estoy muy cerca».

«Soy un luchador y todo esto va a merecer la pena».

Me repito esas y otras muchas cosas más y creo que tengo razón: estoy realizando una inversión; y las inversiones, si se realizan bien, hacen que tus recursos se multipliquen. Solo que no es dinero lo que estoy invirtiendo, sino tiempo. Lo hago con la esperanza de tener más tiempo después. Y si crees que el tiempo no se puede comprar, entonces piensa en cuánto trabajas cada día a cambio de dinero. Yo intento invertir mucho tiempo ahora, trabajo como un esclavo, para después poder tener más, para no tener que trabajar para otros, para que no tener que levantarme, comer y dormir a la hora que alguien me diga, para no tener que dedicarle mis mejores horas a los propósitos de otro y las que me sobren a mí mismo; todo esto tiene un coste muy alto y hay que pagarlo.

Pero necesito escribir.

¡Lo necesito ya!

Mecánicamente, enciendo el teléfono, pues así es como suele comenzar el día.

Llegan más de doscientos mensajes: seis de mi contacto en una empresa de Perú a la que le estoy mejorando la web, los restantes de un grupo de WhatsApp en el que últimamente se han aficionado a mentar constantemente las palabras «facha» y «comunista»: cosas del confinamiento. Contesto al cliente y pongo al grupo en silencio por ocho horas. Inmediatamente me arrepiento y vuelvo a revisar la configuración del grupo: ocho horas no es suficiente; desactivo las notificaciones por una semana.

Enciendo mi ordenador y me pongo a escribir un nuevo capítulo.

Me siento bien.

Casi no noto el sueño y el fuerte dolor que tengo en la espalda y en las articulaciones.

Casi vuelvo a ser yo.

Cuando llevo en torno a una hora, me pongo a pensar: el cliente necesita que le solucione una cosa hoy mismo. Y tampoco puedo dejar todo de lado por ponerme a escribir: hacerlo sería como tirar el último año de trabajo a la basura. ¡Y ya casi está!

¡Joder!

Y ahora ¿qué coño hago?

Dejar todo en este momento, que estoy a punto de lograrlo, sería un gran error.

¡Pero tengo que escribir!

Salgo de la cama de un salto y me tumbo bocabajo en el suelo.

Mi perro me mira como si me hubiera vuelto loco.

Comienzo a hacer flexiones de brazos.

Hoy he escrito durante una hora.

Mañana serán dos.

Postdata: he mencionado en este artículo palabras «prohibidas» como mascarillas, coronavirus, confinamiento… digo prohibidas porque Google y Facebook las detectan y te disminuyen el alcance. Creo que se debe a la multitud de bulos que circulan por Internet. Lo de siempre: pagamos justos por pecadores. De hecho, tengo una guerra con Facebook, pero esa es otra historia. De todos modos, en lo que respecta a Facebook, los artículos escritos fuera de su red casi no tienen alcance. A Facebook no le gusta que salgas de su red unos minutos para leer un artículo. Prefiere que sigas viendo vídeos de gatitos y de chinos haciendo trucos de magia. Así que este artículo no lo va a leer ni Dios. Pero me la suda. Coronavirus, coronavirus, coronavirus, coronavirus.

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