- Capítulo 1: ahora
- Capítulo 2: hace tres años
- Capítulo 3: un día de mierda
- Capítulo 4: poética mediocridad
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Viernes noche.
Normalmente me tocaría currar, pero tenía la noche libre.
Mientras la gente joven, ya sea de cuerpo o de espíritu, estaba ahí fuera riendo, gritando, saltando y bailando con la Vida, yo me encontraba en la sala de estar de mi casa, haciendo apasionadamente el amor conmigo mismo. Tenía las pelotas encogidas por el frío. La madera de las ventanas estaba podrida y el invierno burgalés se filtraba a través de ellas. Nunca encendía la calefacción: aquel era un gasto que no me podía permitir. Para combatir el frío solía ponerme un abrigo y metía las manos entre mi culo y el sillón.
La lluvia tamborileaba y correteaba por tejados y canalones provocando un efecto sedante en mí. De vez en cuando, un destello en la ventana anunciaba el inminente estruendo de un trueno. Me gustan las tormentas. De pequeño, me parecían mágicas. Era como si el cielo estuviera enfadado. Resultaba emocionante ver un relámpago dibujándose en el cielo y contar los segundos que transcurrían hasta escuchar el estallido que le seguía: cuanto más fuerte, mejor.
Si aquel viernes me hubiese fulminado un rayo mientras me la meneaba y la muerte hubiese acudido en mi búsqueda, no habría tenido nada que llevarse. No quedaba nada que pudiese morir. Me había convertido en un zombi: un muerto en vida que se mueve, pero no sabe por qué se mueve. Nunca hacía nada emocionante. Bebía cuando tenía sed, comía cuando tenía hambre, dormía cuando tenía sueño y trabajaba y estudiaba porque se suponía que ese era el modo de poder seguir bebiendo, comiendo y durmiendo. Sobrevivir al día a día era mi única ocupación. Yo tan solo existía; eso era todo.
Me quité el abrigo, salí de casa y me senté en el bordillo de la acera, permitiendo que el aire gélido llenase mis pulmones, mientras la lluvia me calaba hasta los huesos. El frío era una forma de autodestrucción cómoda y segura. Quería destruirme, sin destruirme.
Una pequeña caca de perro, que acababa de pisar, captó mi atención. Mi calle estaba llena de ellas: era una puta plaga. Siempre tenía que ir con cuidado, como si caminase a través de un campo de minas. La mitad de la cagada permanecía en la acera, la otra mitad estaba en la suela de mi zapato. Me quedé absorto contemplando como caían gotas de agua desde mis pantalones hasta mis zapatos.
Una gota.
Otra gota.
Otra gota.
No tardé en empezar a tiritar, pero me daba lo mismo.
Dirigí la vista hacia las ventanas iluminadas del edificio que tenía frente a mí. ¿Cómo eran capaces de seguir adelante?
—¡HIJOPUTA! —Grité tan fuerte como pude.
No supe a quién o por qué alcé la voz.
Mi grito al vacío provocó algunos movimientos: cortinas que se descorrían y persianas que se levantaban y volvían a su posición inicial. También se abrió una ventana tras de mí, en mi propio edificio. Giré la cabeza, sin levantarme de mi frío y duro asiento, y ahí estaba, aún abierta, aunque no había nadie asomado en ella. De allí comenzaron a brotar las notas musicales de un piano, formando una melodía que se fusionó a la perfección con el sonido de la lluvia. Era mágico, pero sin ser mágico. Tuve que pellizcarme un brazo para ver si estaba soñando o delirando por el frío y la espiral de locura por la que estaba cayendo; pero no: era real; maravillosamente real.
No era la primera vez que escuchaba, desde mi casa, cómo un vecino practicaba con el piano, pero siempre por las mañanas, nunca por las noches. ¿Y por qué dejó la ventana abierta? ¿Tocaba para mí?
Reconocí la canción enseguida: Mad world, de Gary Jules.
Era como ponerle una banda sonora a mi vida.
O, al menos, a mi vida en aquel momento.
Por un instante, contemplé la poesía que alberga el mundo.
El sonido de millones de gotas golpeando aquí y allá.
El petricor: el olor a lluvia.
La tristeza etérea de la melodía y del momento en sí.
El agua formaba pequeños torrentes que desbordaban la capacidad de las cunetas y descendían calle abajo, buscando un cauce improvisado entre aceras y árboles, aprisionados tristemente por una jungla de cemento que devora personas y caga gente. La tenue luz anaranjada de las farolas y de algunas ventanas, participaba en una batalla desigual contra la oscuridad de la noche. No había ni un alma a la vista; ni tan siquiera un coche en movimiento. Pero el silencio había sido invadido por el reconfortante sonido de la lluvia y por la melodía del pianista que resonaba entre archivadores de personas.
Era como una pintura en movimiento.
La auténtica belleza está en el movimiento; en los cambios.
Levanté el culo y lo volví a sentar en el asiento del conductor de mi coche. Minutos después, me encontraba en un centro comercial que había próximo a mi casa. Estaba decorado con llamativos adornos y miles de luces de colores. Quedaba poco más de una semana para el inicio de las fiestas navideñas. La televisión bombardeaba nuestras mentes con anuncios sobre los productos que debemos regalar a nuestros seres queridos, para demostrarles que les queremos: el auténtico espíritu navideño. Al principio, la Navidad era una especie de fiesta en la que se celebraba el cumpleaños de un tío que volvió a la vida tres días después de ser torturado y asesinado. En la actualidad, consiste en gastar nuestro dinero en comilonas y regalos. Casi cualquier celebración que se te pueda ocurrir, tiene un origen religioso y un presente consumista.
El capitalismo es la nueva religión.
Son tiempos de prosperidad económica: capitalismo descarnado y brutal: todo por la pasta; todo se mide por cuánto tienes. Somos esclavos de trabajos que odiamos, para poder comprar cosas que en realidad no necesitamos. Cada vez hay más adelantos que mejoran la productividad; máquinas y sistemas informáticos que realizan el trabajo de cientos e incluso miles de personas; y, sin embargo, siempre estamos igual de jodidos. Podríamos dedicarnos a fabricar, mantener y mejorar máquinas que nos reemplacen en algunas tareas y construir una sociedad en la que cada vez tengamos más tiempo libre, pero en lugar de eso, creamos nuevas necesidades; nuevas cosas que comprar. Preferimos poseer el último modelo de televisión, que una tele más modesta y tiempo para verla. Es absurdo. El dinero debería ser la menos importante de las cosas importantes.
Me hice con una botella de ron y otra de Coca-Cola y las pagué, ante la cara estupefacta de una cajera. La misma cara con la que me miraba todo el mundo. Y no era para menos: iba dejando un reguero de agua allá por donde pasaba. Daba la sensación de que me había tirado a una piscina con la ropa puesta. Noté que un vigilante de seguridad, con cara de bobalicón y barriga cervecera, me estaba siguiendo desde hacía rato. Él trataba de pasar desapercibido, pero algunos de los muchos pares de ojos que me disparaban miradas de asombro y curiosidad, se convirtieron en flechas que le señalaban.
Cuando ya me encontraba enfilando el camino hacia la puerta de salida, me abordó:
—Eh, chico.
Hice como si no le hubiese escuchado.
—Eh, tú —insistió—. ¿Por qué estás tan mojado? ¿Te has meado encima o qué?
Entonces me detuve, sin soltar la bolsa que contenía las botellas.
—¿Y tú por qué estás tan gordo? —Le dije yo.
Me intentó agarrar del brazo con su rechoncha mano, pero me zafé de él y corrí hacia la salida, gritando entre risas:
—¡Zampabollos! ¡Cerdito! Ja, ja, ja. No puedes cogerme porque estás muy gordo. Ja, ja, ja, ja, ja.
Y seguí corriendo hasta mi coche, sin parar de reír. El segurata se quedó en la puerta. Supongo que pensó que no valía la pena mojarse para nada: no me habría alcanzado ni con un cohete en el culo.
Hogar, dulce hogar.
Me cambié de ropa, sintonicé una emisora de radio en mi equipo de música y encendí la calefacción: decidí darme ese lujo por un día.
Bebí.
Bebí.
Bebí.
Si ocurre algo bueno, bebes para celebrarlo; si ocurre algo malo, bebes para olvidarlo; y si no ocurre nada, bebes para que ocurra.
Bebí.
Bebí.
Bebí.
Los optimistas ven el vaso medio lleno, los pesimistas lo ven medio vacío y los borrachos lo ven doble.
Bebí.
Bebí.
Bebí.
Fui como cien veces al baño: cada vez que se llenaba el depósito. Al volver de uno de esos viajes, me percaté de que estaba nevando.
¡Estaba nevando!
Me enfundé la cazadora y unos guantes y salí corriendo a la calle, a pisar la nieve.
Cerré los ojos y abrí los brazos.
¡Sí! ¡Estaba nevando!
Le tiré una bola de nieve a una anciana que estaba paseando un perro diminuto. Eran los dos únicos seres vivos a la vista. Al principio puso mala cara, pero al verme sonreír, me devolvió la sonrisa.
—Acérquese, joven.
Me acerqué y le acaricié la cabeza.
Al perro, no a la anciana.
—¿A que es precioso?
—Sí, muy bonito —contesté, tratando de aparentar sobriedad.
—¿Escuchaste? El joven dice que eres precioso.
—¿Cómo se llama su pequeño amigo?
Me lo dijo, pero no presté atención; no me importaba; solo se lo pregunté por no parecer descortés. Entonces, el miniperro se colocó en posición y, con mucho esfuerzo, comenzó a fabricar un minichorizo, sin dejar de mirarme durante todo el proceso. Fueron treinta segundos de silencio incómodo que terminaron con una cagarruta mancillando la blanca alfombra que teníamos bajo nuestros pies.
—¿No la recoge? —Pregunté.
—¡Oh! Es muy pequeña. No hace daño a nadie.
—Alguien podría pisarla —observé.
—Mi perro no tiene la culpa de tener que hacer sus necesidades.
—¿Su perro? ¿De verdad cree que es su dueña? Le da alojamiento gratuito, gasta una parte de su pensión en darle de comer, vacunarle, bañarle, hacerle peinaditos y comprarle juguetitos, le saca a pasear cada vez que se lo pide, si tuviera un mínimo de civismo también recogería sus cacas… En serio: dígame: ¿quién es dueño de quién?
—Es usted un maleducado.
—¿Va a recoger la caca o no?
—¡Maleante! Esta juventud de hoy en día está perdida. No hay más que vagos y maleantes. ¡Al paredón os mandaba yo a todos!
Envolví con nieve la deposición canina y se la lancé.
La vieja me volvió a insultar utilizando castellano antiguo, pero le di la espalda y volví a entrar en casa.
Canté algunas canciones a dúo con la radio, grité, salté… pero estaba solo. Un hombre bebiendo solo, ofrece una triste estampa.
Montones de ideas burbujeaban en mi cabeza, desordenadas.
Buscaba la melodía entre tanto ruido.
¿Por qué era incapaz de escribir?
Porque era demasiado joven para ser un buen escritor.
Sí.
Eso es.
Eso es.
Eso es.
No había leído lo suficiente, no había viajado lo suficiente, no había follado lo suficiente, no había Vivido una puta mierda.
¿Cómo esperaba escribir nada interesante?
De niño deseaba ser adulto, para hacer lo que me diese la gana.
De adulto deseaba ser niño, para hacer lo que me diese la gana.
Nunca parecía ser el momento adecuado para nada; siempre procrastinando mi felicidad a un futuro que se alejaba cada vez más; me saboteaba a mí mismo constantemente; yo era mi peor enemigo.
Crecí, me contaminé, perdí mi identidad.
Solo era una copia de otra copia.
Una copia mediocre e incapaz de integrarse en la sociedad.
Por fuera era un desecho social, un inadaptado, pero en mi interior latía el corazón de un héroe que llevaba demasiado tiempo interpretando, sin éxito, el papel de zombi que comulga con la inercia y que repite las palabras y las acciones, e incluso los pensamientos, que los demás zombis también repiten. Llevaba tanto tiempo fingiendo ser Clark Kent para encajar, que ya no recordaba cómo es ser Superman. Necesitaba Vivir experiencias: conocer a otras personas, conocer otros lugares, conocer otras culturas, conocer otras filosofías de vida, enamorarme un día y al siguiente desenamorarme, enamorarme de verdad, hacer locuras que nunca pensé que haría, caerme infinidad de veces, levantarme exactamente el mismo número de veces, despertarme una mañana, o tarde, o noche, sin saber si es lunes o sábado; que en mi lista de tareas pendientes solo ponga: «VIVIR».
Fui al baño y volví con la vejiga vacía y con un boli y una hoja de papel. En la parte de arriba escribí en mayúsculas: «100 cosas que hacer antes de morir». Y seguí escribiendo: «publicar una novela», «decir “te quiero” a una chica», «montar en parapente»… y así hasta llegar a cien cosas. Apenas tardé una copa y media en terminarla.
Había dado con la clave.
La prioridad número uno es Vivir.
La prioridad número dos es Vivir.
La prioridad número tres es escribir.
Mis novelas serán el residuo de una gran Vida.
¡Soy Arturo Bandini!
¡Soy Henry Chinaski!
¡Soy Sigmundo Fernández!
¡Soy Tyler Durden!
¡SOY EL POLLA GORDA DE LOS ESCRITORES!
¡Gracias por pasarte por Algo Épico! ?
Ojalá estés disfrutando de la lectura, tanto como yo disfruté escribiendo esta locura para ti. Si te está gustando mi novela y te apetece leer la historia completa, con sus preliminares y su orgasmo final, puedes hacerte con un ejemplar pulsando aquí. Un esclavo se encargará de entregarte mi libro en la dirección que me indiques.
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