- Capítulo 1: ahora
- Capítulo 2: hace tres años
- Capítulo 3: un día de mierda
- Capítulo 4: poética mediocridad
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Estaba loco por una compañera de trabajo: Noelia.
Labios carnosos, pómulos altos, piel nívea, grandes ojos color café, larga y salvaje melena negra, culo respingón… de pecho no andaba muy dotada, sinceramente, pero qué importaba: era una diosa.
El día que la conocí, tracé un plan de conquista: ocultaría mi interés por ella hasta demostrarle que yo no era como los demás tíos; que yo era su príncipe azul. Como íbamos a trabajar juntos durante algún tiempo, pensé que lo mejor sería cocerla a fuego lento: dejar que ella se vaya dando cuenta poco a poco de que nadie la va a tratar tan bien como yo; de que, si me da la oportunidad, la cuidaré como merece: como a una princesa.
Pobre imbécil.
Dos meses y medio después, mis avances eran nulos: el plan no estaba funcionando nada bien. Barajaba tres posibles causas:
1. No se estaba dando cuenta de lo mucho que yo valía.
2. Estaba interesada en mí, pero no me enviaba señales claras.
3. Me enviaba señales claras, pero yo no las captaba.
Lo sé.
Lo sé.
Pero en ese momento era demasiado imbécil para percatarme.
Mi estúpido e inservible plan no era más que una excusa para no arriesgarme. Era un cobarde. En el fondo sabía que si no mostraba mis cartas, era porque temía que me rechace. Un rechazo sería el fin de la historia. En cambio, si nunca me arriesgaba, la posibilidad siempre estaría ahí. Pero llegó la hora de hacer algo. Estaba decidido: le iba a echar cojones y me iba a lanzar. Llevaba toda la semana imaginando el momento; recreando mentalmente decenas de desenlaces; poniéndoles música; convenciéndome de que solo podía salir bien. Incluso practicaba hablando con los muebles. Estaba claro: tenía que salir bien: el bueno de la película siempre consigue a la chica.
Esperé a que llegara el sábado.
Y a que cerrásemos el restaurante.
La encargada nos reunió a todos. Estaba contenta. Aunque aún tenía que contarla, intuía que habíamos hecho una buena caja. Se formó un pequeño corro compuesto por cinco mujeres y el menda.
Una de ellas era Noelia.
Su boca era tan perfecta…
Sus labios.
Sus labios.
Sus labios.
Me obsesionaban sus labios: se los miraba cuando hablaba, se los miraba cuando sonreía, se los miraba cuando no hacía nada con ellos… no podía dejar de mirárselos.
Felicitaciones, gracias por nuestro esfuerzo, somos los mejores, juntos podemos con todo… la encargada nos soltó el típico discursito de empresa, con abundancia de la palabra «nosotros». Todas sonreían y asentían. Incluso una de las chicas estuvo a punto de arrancarse a aplaudir cuando escuchó las palabras «somos una familia». Parecían alegrarse, a pesar de que íbamos a cobrar la misma miseria de siempre; ni un céntimo más. Los dueños eran los únicos que tenían verdaderos motivos para alegrarse. Para nosotros, un día como aquel tan solo suponía más trabajo; más cansancio; más estrés. El mundo se divide en dos grupos: putas y chulos. Y si no sabes a cuál de ellos perteneces, es que eres puta. Todos los que estábamos allí reunidos, lo éramos: nos alquilábamos por horas; entregábamos nuestro preciado y limitado tiempo a cambio de migajas.
Finalizada la sesión de masturbación empresarial, Tocaba el reparto de las tareas de limpieza. «Javier, los baños». Ok. No pasa nada por un poco de trabajo sucio. Al terminar, me aguarda la gloria.
Empecé por el de caballeros.
Crucé la puerta silbando alegremente y… bueno… lo que encontré digamos que no era demasiado agradable: algún graciosillo había plantado un pino en el suelo, cerca de los lavabos, y le había clavado una cucharita de helado: una maloliente muestra de arte conceptual. Lo normal sería enfadarme y acordarme de toda su familia, pero aquel día no. Nada iba a estropear mi gran día.
¡Adelante! Cuanto antes empiece, antes acabaré.
Tan solo una cosa, antes de ponerme manos a la obra: podría aguantar hasta llegar a casa, me dije, pero no veía por qué hacerlo, teniendo ahí mismo unos retretes. ¿Te imaginas que cada vez que rememore el día en el que conseguí a la chica de mis sueños, me asalte la sensación de estar cagándome? Sería una mala asociación de ideas. ¿No te parece? Además, si lo hacía deprisa, nadie se daría cuenta. Rápido y sin testigos. Y así fue: un movimiento intestinal perfecto, seguido de una agradable sensación de alivio.
Una mezcla de indefensión y desamparo se apoderó de mí, al descubrir que no quedaba papel higiénico. Con los pantalones por los tobillos, me asomé, desesperado, a los otros cubículos, sin suerte.
¿Por qué me ocurría esto a mí? ¡Era tan injusto! De todos modos, daba igual: aunque me atreviese a confesarle lo que sentía, me iba a rechazar. No era más que un perdedor. Me había dopado con falsas ilusiones. Lo mejor sería dejarme de chorradas; abortar misión y ahorrarme un mal rato. Aunque era consciente de que nada me iba a librar del ridículo, pues no me quedaba más remedio que esperar hasta que alguien se pasase por allí y, con toda la vergüenza del mundo, pedirle que me acerque un rollo de papel higiénico.
Esperé.
Esperé.
Esperé.
Nadie parecía echarme de menos.
Quién sabía cuánto iba a tener que esperar hasta que alguien viniera a ver si me había pasado algo. Tal vez, incluso, podrían irse sin acordarse de mí y yo me quedaría encerrado aquí toda la noche.
Encerrado en un baño público.
Con el culo sucio.
Tuve una idea: no una buena idea, pero una idea, al fin y al cabo: me saqué un calcetín, me lo enfundé en una mano y solucioné el problema. Un calcetín era una baja asumible a cambio de la libertad. Aquello solo sería una anécdota divertida que contar sobre el día en el que me declaré al amor de mi vida. Algo con lo que reírnos en cada aniversario al rescatar los recuerdos de un día tan importante: un día emocionante, mágico y también cómico. Ya ni siquiera tenía la intención de esperar a que la jornada de trabajo concluyese. No más esperas. Había llegado el momento. Mi nuevo plan: poner alguna canción romántica en mi cabeza e ir directo a por mi final feliz.
En esas estaba, cuando el amortiguado sonido de unos pasos al otro lado de la puerta del baño, interrumpió mis divagaciones.
Sentí una descarga eléctrica en el estómago. Como un rayo, me subí los pantalones de un tirón, me abroché el botón en un segundo, salí del cubículo, con la bragueta y el cinturón desabrochados y un pie descalzo, y me abalancé a por la escoba, para disimular, con tan mala suerte que, justo en el momento en el que Noelia, el amor de mi vida, abría la puerta, tropecé con el cubo de la fregona y caí de lleno sobre la cagada y la cuchara de plástico.
¡Gracias por pasarte por Algo Épico! ?
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